DOCUMENTOS SOBRE EVA DUARTE DE PERON 


Eva Ibarguren EVA IBARGUREN EVA DUARTE EVA PERON EVA PERON EVA PERON EVA PERON

María Eva Duarte de Perón / Evita. Argentina 1919-1952

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HISTORIAS, ANECDOTAS y TESTIMONIOS 

Evita en el Hogar de Tránsito Nº 2, hoy Museo Evita, Lafinur 2988, Buenos Aires

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Del Dr. Rosendo María Fraga, abogado, docente universitario, periodista, analista político e historiador, miembro del Instituto de Historia Militar de la Escuela Superior de Guerra, del Consejo Académico de la Escuela de Defensa y de la Academia Argentina de la Historia, escritor que ha publicado numerosos libros sobre temas políticos, históricos y militares, es autor de ¿ Qué hubiera pasado si ... ?, editorial Vergara, 377 páginas, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, año 2008:

Entre que asume la Presidencia por tercera vez, 12 de octubre de 1973, y su fallecimiento, 1º de julio del año siguiente, Perón realiza un ejercicio pleno del poder.

La toma de posición frente a la guerrilla del ERP, que realiza en enero de 1974, cuando esta organización de extrema izquierda ataca a la guarnición militar de Azul, da muerte al coronel Camilo Arturo Gay y a su esposa y secuestra al teniente coronel Jorge Roberto Ibarzábal, es una decisión lógica en Perón - Presidente, quien vestido con el uniforme militar de teniente general que le es devuelto junto con el grado militar meses antes, condena la guerrilla que ha desafiado su autoridad.

A su vez la expulsión de la Juventud Peronista y Montoneros, grupos extremistas, que realiza de la Plaza de Mayo el 1º de mayo del mismo año, formaliza la ruptura con el ala izquierda del movimiento peronista que se viene planteando desde la masacre de Ezeiza del 20 de junio de 1973, entra dentro de esta misma lógica.

Ambos hechos marcan así un giro de Perón hacia la derecha, pero ello, en mi opinión, no es consecuencia del accionar de López Rega, sino una decisión propia del instinto del General - Presidente que es Perón en esta circunstancia.

Durante los nueve meses que ejerce el poder es un relativo límite y contención al poder de López Rega.

En este período, el gabinete del Presidente expresa una coalición de los distintos sectores e intereses que constituyen el amplio, complejo, ambiguo y contradictorio movimiento peronista del momento que se expresa en tres líneas del poder.

Por un lado, mantiene a José Ber Gelbard, militante secreto del Partido Comunista, al frente del Ministerio de Economía. Ello implica mantener la alianza económica con la U.R.S.S. y el Partido Comunista y sus intereses económicos. Se trataba de una alianza en el campo estratégico internacional, con implicancias en la política interna. Ni la ruptura con la guerrilla de izquierda no peronista - que rompe con Perón un mes antes de que asuma atacando el Comando de Sanidad del Ejército -, ni la reacción de Perón frente al ataque a la guarnición militar de Azul, como tampoco la ruptura con la izquierda peronista - que tiene lugar el 1 de mayo de 1974 - llevan a Perón a reemplazar a Gelbard en el Ministerio de Economía.

A su vez, los sindicatos, representados por las 62 Organizaciones Peronistas y la Confederación General del Trabajo (CGT ), representan la segunda línea de poder. No sólo controlan el Ministerio de Trabajo a través de un hombre propio, sino además mantienen legisladores y vicegobernadores sindicales que en varios casos - como el de la decisiva provincia de Buenos Aires -; un caso emblemático es el del metalúrgico Victorio Calabró, que ocupa la gobernación al ser desplazado Oscar Bidegain ( vinculado a la Juventud Peronista después del ataque del ERP a la Guarnición Militar de Azul ).

José López Rega, desde el poderoso Ministerio de Bienestar Social, es una tercera línea de poder dentro del Gabinete. Maneja sus amplios recursos y utiliza su estructura para generar una base política propia y la organización para - policial conocida como la Triple A, que comienza a dar muerte a militantes y dirigentes de la izquierda.

Si Perón conocía o no la existencia de la Triple A es materia de polémica política y acciones judiciales. En mi opinión, podía desconocer detalles, pero es lógico pensar que en el primer lustro de la década del setenta, un presidente latinoamericano como Perón, que además era militar, recurriera a métodos extra - legales para reprimir a un guerrilla que ataca su gobierno. Es que la concepción de la defensa de los derechos humanos, como la conocemos a comienzos del siglo XXI, tanto en América Latina como en el mundo, no es la misma que tiene lugar en esos años. Es que tanto para la izquierda como para la derecha, la violencia es entonces un recurso legítimo - aunque no legal -, en el marco de la confrontación ideológica y política, que se traduce en la lucha por el poder. La democracia es sólo un valor instrumental, utilizada y respetada en general por quien puede ganar las elecciones, pero subestimada o incluso violada por quienes no pueden hacerlo.

Definidos estos tres ejes de poder dentro del Gabinete, Perón comienza a a crear un cuarto, que tiene como principal referente al ministro de Defensa, Angel Federico Robledo. Se trata de un eje diferente a los tres anteriores y tiene como segunda línea a los Comandantes de las Fuerzas Armadas. En el caso del Ejército, está representado por el Comandante General, el teniente general Leandro Enrique Anaya, cuya designación a fines de 1973 significa el reemplazo del teniente general Jorge Raúl Carcagno, simpatizante de la izquierda peronista. Casi al mismo tiempo es designado el almirante Eduardo Emilio Massera al frente de la Armada, mientras que el único de los Comandantes Generales designados el 25 de mayo de 1973 - al asumir Héctor Cámpora - que sigue en el cargo, es el de la Fuerza Area, Héctor Fautario. Perón va gestando así, a través del Ministerio de Robledo, una cuarta línea dentro de un gabinete, entre diciembre de 1973 hasta su muerte.

Pero aparte de las cuatro líneas, Perón mantiene con el líder de la oposición, Ricardo Balbín, una relación directa y personal que le permite sumar un punto de apoyo político externo al peronismo y completar así un dispositivo político de pluralidad para ser utilizado en momentos críticos.

Una vez fallecido Perón, el poder de José López Rega se despliega sin límites, ejerciendo sobre Isabel Martínez de Perón una influencia que no logra sobre su esposo, ni aun en los momentos de su agonía.

El año de acumulación de poder sistemático por parte de López Rega coincide con un año en el cual avanza el desorden económico y político, y en el que también crece la violencia de la guerrilla. ¿ Hubiese sucedido todo esto de haber seguido vivo Perón un año más ? Es probable que no.

Muerto Perón el 1 de julio de 1974, la pregunta pasa a ser si hubiera sido posible impedir el golpe militar de 1976, desplazando a Isabel a través de una sucesión institucional. La mayoría de los actores civiles de aquél momento sostiene que no valía la pena intentarlo, porque igualmente los militares iban a hacer el golpe de Estado.

Visto retrospectivamente, parece sorprendente cómo Isabel pudo gobernar veintiún meses, casi dos años. Que López Rega gobernara un año acumulando poder sistemáticamente y que luego lo hiciera otros nueve meses Isabel, mostrando no tener condiciones para ejercer el gobierno en una de las crisis políticas más graves de la Argentina, muestran la falta de capacidad política que ha tenido la Argentina para encontrar soluciones institucionales a las crisis políticas.

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De Robert Potash, historiador estadounidense, profesor emérito de la Universidad de Massachusetts, USA, miembro, en Argentina, de la Academia Nacional de la Historia, escritor, autor del libro El ejército y la política argentina ( 1945 - 1962 ) - De Perón a Frondizi, editorial Sudamericana, 534 páginas, Buenos Aires, Argentina, año 1981:

En los diez meses transcurridos entre noviembre de 1954 y setiembre de 1955 fue resquebrajándose la estructura política que había mantenido a Juan Domingo Perón en el poder durante casi diez años. Su destreza para manejar gente y la inflamada retórica que había empleado tantas veces para convocar a sus partidarios ya no resultaban eficaces. El descontento respecto de Perón y su entorno era cada vez mayor a medida que pasaban los meses, y quienes habían sido observadores pasivos se volvían activistas políticos, así como los ex partidarios unían fuerzas con los opositores más intransigentes en la búsqueda de medios para acabar con la experiencia peronista.

¿ Qué había sucedido ? ¿ Por qué el dirigente de un movimiento popular que en fecha tan cercana como abril de 1954 había demostrado poseer un dominio casi absoluto sobre el electorado se veía ahora incapaz de detener la erosión de su poder ? Más que en análisis de factores generales como la situación económica, las respuestas deben buscarse en la atmósfera emocional y altamente politizada que el propio Perón, con actos de deliberación y descuido, había contribuído a crear.

En efecto, aunque no sin problemas, la economía argentina estaba en mejor situación, comparada con la crisis 1951 - 1952. La tasa anual de inflación, que había superado el 35 %, había bajado a niveles de una sola cifra en 1953 y en 1954; las balanzas comerciales se inclinaban a favor de la Argentina, y el nivel general de la actividad económica estaba otra vez en alza. El gobierno, había decidido atacar los obstáculos para un rápido desarrollo económico, y hacia marzo de 1955 había establecido acuerdos con una compañía petrolífera extranjera para inversiones que reducirían la dependencia de la Argentina respecto de combustibles importados, y con el Banco de Exportación e Importación de Estados Unidos respecto de un crédito de 60.000.000 de dólares para la tan postergada planta siderúrgica. Por otro lado, el gobierno instaba a los grupos obreros y empresariales para que ensayaran medios de incrementar la productividad. La situación económica, desde luego, tenía sus puntos débiles: el sector agrícola, después de su espectacular recuperación en 1953, ya no lograba producir un aumento significativo en excedentes de exportación, y los factores inflacionarios aún estaban muy presentes, por más que sus efectos se disimularan transitoriamente por medio de medidas gubernamentales como los subsidios para alimentos, las tarifas de los servicios públicos artificialmente bajas y el control de precios mantenido con rigor. A pesar de todo, la economía no había llegado en resumidas cuentas a una situación de crisis inminente que por sí sola provocara la exigencia de cambios revolucionarios.

Una causa más directa para la aparición de inquietudes revolucionarias puede encontrarse en las tensas relaciones que se desarrollaron entre el gobierno de Perón y la Iglesia católica en noviembre de 1954 y en una decisión crucial de Perón: organizar una campaña declarada contra algunos miembros del clero. Hasta ese momento, las relaciones entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno, a pesar de algunas ocasionales fricciones, había sido armónica. Después de todo, el Congreso dominado por los peronistas había votado en 1947 para hacer permanente un decreto provisional que imponía la instrucción religiosa como asignatura obligatoria en los programas de los establecimientos de enseñanza; y la Convención Nacional Constituyente, también dominada por los peronistas, había mantenido el catolicismo apostólico romano como religión oficial. Al observar este principio, el gobierno peronista había otorgado subsidios anuales para el mantenimiento de instituciones católicas, inclusive el amplio sistema de escuelas religiosas. A su vez, la jerarquía católica había prestado apoyo, en general, al gobierno de Perón o, para decirlo con más exactitud, se había abstenido de cuanto pudiera pasar por crítica declarada.

El factor que evidentemente precipitó el enfriamiento de las relaciones entre la Iglesia y el gobierno fue la decisión de Perón de extender la red de organizaciones peronistas hasta incluir la juventud de las escuelas secundarias del país. Al justificar esta acción con el lema de que ignorar a la juventud es perder todo derecho sobre el futuro, Perón autorizó a su ministro de Educación, Armando Méndez San Martín, a iniciar la formación de dos ramas de una Organización nacional, una para mujeres, otra para varones, que se conocería con el nombre de Unión de Estudiantes Secundarios ( UES ). La afiliación a la UES significaba no sólo el adoctrinamiento peronista, sino también una serie de beneficios, entre ellos el acceso a instalaciones deportivas y de recreo, y el goce de vacaciones gratuitas. Perón dispuso que las propiedades pertenecientes al gobierno fueran asignadas a la UES. Abrió las puertas de las instalaciones de la residencia presidencial en Olivos para que fueran utilizadas por la rama femenina de la UES. Allí las adolescentes podían disfrutar de la piscina y otras instalaciones, mientras, el presidente, como él mismo lo explicó después, podía " compartir con la juventud mi propia mesa familiar y mi descanso, y allí me siento como padre de una gran familia ".

El clero católico y muchos otros tenían una visión menos idílica de las actividades del presidente. No sólo dudaban en privado que su conducta fuera correcta al rodearse de esas adolescentes, sino que además resolvieron contraatacar lo que consideraban una amenaza de la UES a la influencia de la religión y de los padres. En varias partes del país, pero sobre todo en Córdoba, grupos de la juventud católica afiliados a la organización laica Acción Católica Argentina, compitieron con la UES para lograr el apoyo estudiantil.

En otras esferas de actividad, organizaciones profesionales católicas también hicieron sentir su presencia al oponerse a la influencia peronista.

Fuera cual fuese el verdadero alcance de estas actividades, algunos miembros de su gabinete, funcionarios del Partido y gobernadores provinciales urgieron a Perón para que tomara recaudos. Influido por quienes aseguraban que los sacerdotes católicos no sólo estaban tras las acometidas contra la UES, sino que además procuraban infiltrarse en los sindicatos, Perón aprovechó la ocasión de una conferencia de gobernadores del 10 de noviembre de 1954 para lanzarse a un ataque público. En un discurso transmitido por radio en todo el país, denunció a la Acción Católica como una organización internacional hostil al peronismo y nombró a tres obispos y varios otros sacerdotes, a quienes acusó de actuar contra el gobierno.

A partir de ese momento, aunque los sacerdotes mencionados desmintieron la acusación y a pesar de los esfuerzos del clero para superar las diferencias, se ahondó la brecha entre el gobierno de Perón y la Iglesia católica. El arresto en Córdoba de varios sacerdotes y la advertencia del partido Peronista a sus miembros en el sentido de que mantuvieran vigilancia sobre " esos elementos clericales " capaces de provocar disturbios, sólo sirvieron para inflamar la opinión católica. Lo mismo ocurrió con los agresivos discursos de tres dirigentes peronistas en una concentración realizada en el Luna Park el 25 de noviembre en apoyo del gobierno, aun cuando las observaciones de Perón eran de un tono conciliatorio.

Con esta hostilidad de una parte cada vez mayor de la opinión católica, Perón proporcionó gratuitamente a sus tradicionales opositores - muchos de ellos anticlericales o católicos apenas tibios - un nuevo aliado en potencia. Los dirigentes del partido Radical y Conservador no tardaron en expresar su solidaridad a los católicos víctimas de persecuciones, y ya se daba la oportunidad para que sectores de las clases media y alta olvidaran su antigua rivalidad y se unieran en un frente de oposición al gobierno de Perón.

No está claro hasta dónde había llegado este proceso de coalición el 8 de diciembre, pero ese día la celebración del día de la Inmaculada Concepción atrajo a la Catedral de Buenos Aires a una inmensa multitud que llenó la Plaza de Mayo, superando en 50 veces el número de quienes habían aceptado la invitación del gobierno a unirse con el presidente en la concentración popular en el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, para recibir al campeón mundial de boxeo Pascual Pérez, cuya llegada había sido demorada para hacerla coincidir con la ceremonia religiosa. La presencia de unas 200.000 personas ante la Catedral, en una demostración que podía considerarse tanto religiosa como política, dió nuevos ánimos a quienes se oponían a Perón desde hacía mucho tiempo, así como servía de desafío al prestigio y la autoridad del gobierno.

Perón no tardó mucho en responder al desafío. El gobierno clausuró el diario católico El Pueblo, que publicó amplia información sobre el acontecimiento, y el Congreso promulgó poco después una ley que so pretexto de reglamentar el derecho constitucional de reunión, prohibía a los partidos políticos y a otras organizaciones las reuniones en lugares públicos. Y como si se hubiera empeñado en impedir todo posible arreglo de las diferencias con la Iglesia católica, la mayoría peronista del Congreso promulgó otra ley que violaba la tradición al autorizar el divorcio con derecho a un nuevo casamiento. Introducido como adición a un proyecto de ley que se debatía en las primeras horas de una mañana, este cambio trascendental del Código Civil se impuso sin la menor discusión pública ni advertencia previa. A su vez, y a pesar de los reclamos de los obispos para que la vetara, Perón refrendó la ley el 22 de diciembre. Y como nueva demostración de que la opinión de la Iglesia ya no contaba, el gobierno terminó el año promulgando un decreto que autorizaba a los gobernadores provinciales y territoriales y al intendente de Buenos Aires a legalizar los prostíbulos.

¿ Cómo puede explicarse la decisión de Perón de desafiar a la Iglesia y aceptar un conflicto de imprevisibles consecuencias ? Después de todo, Perón era católico. Hasta entonces había tenido pocas diferencias con la Iglesia y nunca había manifestado interés en redefinir su posición en el sistema institucional argentino. ¿ La suya era una manifestación de megalomanía ? ¿ Creía que su poder era tal que podía hacer lo que se le antojara con impunidad ? Esto es lo que parece sugerir una explicación que atribuye la decisión de lanzar la campaña anticlerical al deseo de Perón de poner fin a una lucha entre varios dirigentes peronistas por la sucesión presidencial. Otras explicaciones, sin embargo, ven en la campaña la consecuencia lógica de una filosofía política que no podía aceptar la existencia de ninguna institución independiente poderosa y que veía en la Iglesia el último obstáculo para el control absoluto de la sociedad argentina.

Queda aún otro enfoque para entender la campaña anticlerical: atribuirla a la perniciosa influencia de ciertos consejeros, en particular el ministro de Educación, Méndez San Martín, el ministro del Interior y Justicia, Angel Borlenghi, y el titular del Consejo Superior del partido Peronista, el vicepresidente Alberto Teisaire. Existen pocas dudas de que Méndez San Martín insistió en que Perón asumiera una actitud anticlerical y contribuyera a planificar muchas de las medidas concretas que después se tomaran. El era, desde luego, quien había organizado la UES; pero más importa el hecho de que también era él quien había implantado una serie de medidas para eliminar la influencia católica sobre la educación. En los comienzos mismos de la campaña abolió la dirección y la inspección de la educación religiosa dentro de su propio ministerio. Después denunció públicamente a las escuelas católicas por mal uso de subsidios públicos y ordenó que los suspendieran. Más tarde abolió por decreto la legislación de 1947 que imponía la instrucción religiosa en las escuelas, medida que el Congreso mismo ratificó de inmediato. Fuera o no ateo como algunos sostenían, Méndez San Martín sin duda actuaba impulsado por una profunda animadversión hacia la posición y prerrogativas de la Iglesia católica.

Menos fanático, pero igualmente dispuesto a alentar a Perón en su desafío a la Iglesia, el vicepresidente Teisaire, almirante en retiro y según algunos, masón, evidentemente estaba convencido de que el pueblo argentino sólo era católico de nombre y no reaccionaría con energía ante medidas anticlericales.

El caso de Borlenghi, ministro del Interior y Justicia, es menos claro y las consideraciones que se han hecho sobre el papel que desempeñó como consejero en la campaña anticlerical quizá reflejen los prejuicios de sus críticos. Borlenghi, ex dirigente gremial socialista, estaba casado con una judía y había nombrado subsecretario suyo a su cuñado. Desestimando el hecho de que el propio Borlenghi era católico, sus críticos sostienen que sus vínculos judíos le hacían tomar parte activa en la campaña anticlerical. La verdad parece muy distinta. De un sagaz político que había conservado el difícil cargo de ministro del Interior desde 1946, era de esperar que fuera un hombre pragmático, con una visión muy realista del modo de sentir popular y de lo peligroso que era contrariar las convicciones religiosas. Y en verdad existen pruebas de que ése era su modo de ver las cosas. Sólo un días después de la reunión de gobernadores realizada el 10 de noviembre, durante la cual Perón lanzó su ataque contra el clero en el discurso transmitido por radio, Borlenghi visitó a un colega del gabinete que no había asistido a la reunión, el doctor Gómez Morales, para conversar acerca de ella. Borlenghi lamentó lo ocurrido y se refirió a la idea manifestada en esa ocasión, según la cual la mayoría de los argentinos poco tenían que ver con el catolicismo. El Dr. Gómez Morales recuerda que Borlenghi calificó de craso error esa " actitud global " y lamentó el paso dado por Perón: " Perón realmente ha enfrentado a la Iglesia sin ninguna necesidad, esto en el mejor de los casos no suma, resta ". A pesar de todas sus culpas, Borlenghi no era hombre dispuesto a dimitir por discrepancias tácticas y acompañó a Perón durante las siguientes etapas de la campaña anticlerical ".

Pero aun cuando Perón recibiera consejos peligrosos de hombres como Méndez San Martín y Teisaire, era un político avezado y sin duda lo bastante astuto para calcular las posibles consecuencias de sus actos. ¿ Por qué, pues, estaba dispuesto a aceptar esos consejos ? Aquí, y no con cierta vacilación, debemos empezar a tomar en cuenta el estado mental y emocional del hombre. Perón ya tenía 70 años y hacía 9 que era presidente. Quienes lo veían de cerca sabían que era un hombre cansado, con dificultades para concentrarse en los asuntos de Estado. Además, hacía más de dos años que había fallecido Evita. Fuera cual fuese la índole de las relaciones entre ambos - tema sobre el cual no existe aún ninguna certeza y que sólo permite conjeturas -, esa muerte lo privó de un ancla, así como de un crítico sin temor. Si Evita hubiera vivido, es poco posible que Perón hubiese sido tan maleable por la influencia de Méndez San Martín. Es difícil concebir que Evita hubiese permitido que la residencia de Olivos adquiriera el aspecto de un harén presidencial, al margen de lo que ella hubiese opinado sobre la utilidad de la UES.

Pero en 1954, el presidente ya no tenía a Evita para que fortaleciera su voluntad y como se había comprometido de un modo personal con la UES, era muy sensible a las críticas formuladas contra él mismo o contra la organización. Esto, a su vez aumentó la capacidad de Méndez San Martín para influir sobre Perón, al exagerar la importancia de episodios aislados en que estaban involucrados la Acción Católica o miembros individuales del clero. Al responder, como lo hizo, con una denuncia pública, Perón permitió que un asunto de menor cuantía llegara al punto en que su propio prestigio se pusiera en juego. Esto fue lo que dio por tierra con la esperanza de llegar a cualquier transacción y lo llevó a autorizar las medidas aun más extremas que reclamaban sus consejeros anticlericales. De este modo, lo que en noviembre de 1954 empezó como la denuncia pública contra unos pocos sacerdotes se transformó, en mayo de 1955, en un resuelto ataque contra el rango constitucional de la Iglesia católica argentina. El Congreso aprobó en mayo de 1955 una ley para disponer que se hicieran elecciones, dentro de los seis meses, para una convención que reformaría la Constitución " en todo cuanto se vincula a la Iglesia y a sus relaciones con el Estado a fin de asegurar la efectiva libertad e igualdad de cultos frente a la ley ".

Al hacerse evidente el continuo apoyo de Perón a las medidas anticlericales, su dominio sobre la lealtad a los oficiales del Ejército comenzó a debilitarse. Como Borlenghi lo había previsto, un ataque contra una institución a tal punto integrada en la tradición del país no podía sino afectar la mentalidad de muchos argentinos, por exterior que fuera su catolicismo, y esto también era válido para las Fuerzas Armadas. Las ceremonias religiosas eran un componente habitual de la experiencia militar, desde la bendición de los sables entregados a los graduados de los colegios militares hasta las misas de campaña celebradas en las bases militares. Los capellanes formaban parte del cuerpo de oficiales, y cada servicio de las Fuerzas Armadas, así como muchas de sus ramas subordinadas, tenían su propio santo patrono.

Pero igualmente importantes, si no más aún, para conformar la mentalidad de los militares, eran las presiones ejercidas sobre ellos por los parientes cercanos, en especial las esposas, las madres y las hermanas. Por lo general concurrentes más asiduas a la iglesias que los hombres, esas mujeres estaban en frecuente contacto con el clero y en condiciones de reflejar y transmitir las pasiones suscitadas por la campaña anticlerical, a medida que se iba revelando su plena dimensión.

Otro factor que contribuía al debilitamiento de la lealtad militar era el alud de propaganda dirigida a las Fuerzas Armadas desde varios sectores. Grupos católicos, inclusive escritores y activistas nacionalistas que antes habían apoyado a Perón, preparaban y distribuían panfletos destinados a socavar el respeto por el presidente. Los militares fueron los primeros objetivos de esos panfletos subversivos mimeografiados que, después impresos en decenas de millares, se distribuían en otros sectores del pueblo, a pesar de todos los esfuerzos de la policía para impedir su producción y difusión.

Mientras los activistas católicos trataban así de precipitar una crisis de conciencia entre los miembros de las Fuerzas Armadas, Radicales, Socialistas, Conservadores y otros antiguos opositores de Perón intensificaban sus esfuerzos para indisponer a los militares con el régimen. Todos estos sectores de la oposición encontraron una causa común de la cual sacar partido cuando Perón, a principios de 1955, anunció que se había llegado a un acuerdo con una compañía norteamericana para que invirtiera capital en la producción petrolífera argentina. El contrato formal, firmado por O. J. Haynes, de la Standard Oil Company de California, y el ministro de Industria Orlando Santos, aprobado por Perón el 6 de mayo y sometido al Congreso para su ratificación ese mismo día, ofreció un blanco excelente para quienes procuraban volver a los militares contra el presidente.

El contrato de petróleo asignaba a la compañía californiana el derecho exclusivo de explorar, extraer y explotar petróleo en un área de unos 50.000 kilómetros cuadrados al sur de la Patagonia. El petróleo y otros hidrocarburos que se descubrieran debían ser entregados a la empresa estatal, YPF ( Yacimientos Petrolíferos Fiscales ), hasta tanto la demanda interna se cubriera totalmente; a partir de ese momento se permitirían las exportaciones. Por el petróleo entregado, YPF pagaría a la compañía de California en pesos argentinos un 5 % menos que la suma fijada por la East Texas por entregas equivalentes. A su vez, YPF recibiría el 50 % de las ganancias obtenidas por la compañía durante los 40 años de vigencia del contrato.

Las críticas que arreciaron contra el contrato abarcaban un amplio espectro de opositores al peronismo, desde los católicos hasta los comunistas, e incluían no sólo a los representantes de los partidos Radical, Socialista, Conservador, Demócrata Progresista y el recién formado Demócrata Cristiano, sino también, como es de presumir, a quienes tenían un interés económico en que la Argentina siguiera dependiendo de la importación del petróleo. La índole de las críticas variaba de acuerdo con el sector, pero en general apelaban a los sentimientos nacionalistas y denunciaban el contrato como la muestra de que la soberanía argentina había entregado una parte inmensa del ámbito nacional. Los dirigentes del partido Radical, que siempre habían propugnado el monopolio de YPF para la producción petrolífera, denunciaban el contrato como un ardid para destruir ese organismo, cuyo desarrollo habían impulsado los altos mandos del Ejército, en la persona del general Enrique Mosconi.

Los opositores de Perón se apresuraron a insistir en que el contrato representaba lo contrario a su proclamada defensa de la independencia económica, y señalaron una flagrante contradición entre el contrato y la disposiciones del Artículo 40 de la Constitución, que prohibía enajenar los depósitos de petróleo.

Los miembros del gabinete que se ocupaban de la política económica opinaban que el acuerdo con la compañía californiana era un contrato de servicio que no suponía la transferencia de la propiedad del petróleo en el subsuelo y, más aún, que ese contrato podía servir como modelo para nuevos acuerdos - algunos de los cuales ya estaban en la etapa de las negociaciones preliminares - con otras compañías petroleras internacionales. Pero la intranquilidad creada en círculos militares por los ataques a ese contrato preocupó al gabinete. Aun antes que el presidente frimara y sometiera el contrato al Congreso, el general Franklin Lucero, secretario de Ejército, y el general Ernesto Fatigatti visitaron al doctor Alfredo Gómez Morales, secretario de Asuntos Económicos y titular del consejo económico del gabinete, para transmitir reacciones de los círculos militares. Gómez Morales manifestó su buena voluntad para ofrecer una conferencia a los oficiales y explicarles el contrato, aunque también él estaba de acuerdo en que ciertas medidas que afectaban el orgullo nacional debían modificarse.

Sin embargo, el contrato que fue sometido al Congreso conservaba esas discutidas disposiciones. Pero cuando se hizo evidente que hasta los peronistas que integraban el Congreso no estaban demasiado dispuestos a aprobarlo, el presidente autorizó a su equipo económico a reunirse con una delegación del Congreso para escuchar las recomendaciones de cambios. Sobre la base de estas discusiones, la secretaría de Asuntos Económicos redactó una serie de enmiendas al contrato original, y poco después Gómez Morales y Orlando Santos reabrieron las negociaciones con los representantes de la compañía petrolera de California. Quienes trabajaban en el gobierno conocían la situación, que poco sirvió para apaciguar el descontento que había cundido dentro de las Fuerzas Armadas, y nada en absoluto para modificar la determinación de ciertos oficiales, dispuestos a derrocar a Perón en cuanto se presentara la ocasión.

Explicar en detalles los orígenes del movimiento que culminó con el levantamiento revolucionario en sus dos etapas de junio y setiembre de 1955, es tarea complicada. Desde el momento mismo del doble fracaso del general Benjamín Menéndez, en setiembre de 1951, y del coronel José Francisco Suárez, en febrero de 1952, cierto número de oficiales del Ejército había permanecido en estado de conspiración latente. Muchos de ellos, como el general Eduardo Lonardi o el coronel Arturo Ossorio Arana, por ejemplo, estaban en situación de retiro; unos pocos, inclusive el general Pedro Eugenio Aramburu, estaban en servicio activo, pero habitualmente se desempeñaban en puestos administrativos que no suponían el mando de tropas. A fines de 1954, sin embargo, la convicción de que los militares debían actuar para derrocar a Perón comenzó a cundir entre los oficiales en servicio activo, en especial entre quienes tenían fuertes lazos católicos y nacionalistas. El proceso a través del cual profesionales leales se convirtieron en conspiradores potenciales o activos fue gradual, pero en el transcurso de ocho meses, varios oficiales del Estado Mayor del Ejército, así como en los comandos de campaña, se convencieron de la necesidad de una acción militar que provocara un cambio. Entre ellos, y para nombrar a sólo dos de los principales, estaban el general de brigada León Bengoa, comandante de la Tercera División de Infantería con asiento en Paraná, Entre Ríos, y el coronel Eduardo Señorans, jefe de Personal del Estado Mayor del Ejército con sede en el edificio del Ministerio del Ejército, a una cuadra de la Casa de Gobierno.

La inicativa concreta que condujo a la organización de un movimiento revolucionario a principio de 1955 no provino, sin embargo, de estos oficiales del Ejército, sino de miembros de la Marina.

Desde el comienzo mismo de su asunción del mando, Perón no tuvo muchos partidarios genuinos en la Marina, e inclusive algunos de los pocos con quienes contaba terminarían por volverse contra él. Los oficiales de la Marina tendían a identificarse, en su gran mayoría, con las clases sociales que Perón denunciaba sin cesar como la oligarquía y miraban con mal disimulada hostilidad sus programas sociales, así como su persona misma. Pero a causa de las exigencias técnicas de la Marina, en especial su necesidad de oficiales bien entrenados para operar sus naves, Perón no había podido realizar una purga total de elementos hostiles. Esto hizo posible que oficiales de dudosa lealtad fueran desinados en puestos claves y que utilizaran esos cargos para obstaculizar los deseos de Perón. Un caso digno de mención es el Servicio de Informaciones Navales ( SIN ) que, a diferencia de sus equivalentes en el Ejército y la Aeronáutica, concentraba su actividad en los servicios de inteligencia externa, antes que en informar sobre lealtad política de los oficiales navales. El SIN no prestó mucha ayuda al gobierno para detectar las conspiraciones de 1951 y 1952, aunque había oficiales navales complicados en ellas.

Después de 1952 la atmósfera en la Marina siguió reflejando una profunda hostilidad hacia Perón y su movimiento. Un claro indicio de la actitud prevaleciente fue la reacción de la Marina ante la campaña nacional de octubre de 1952 para financiar el gigantesco monumento a Evita. En Puerto Belgrano, más del 90 % de las tripulaciones de las naves no consintió en que se le dedujera un día de sueldo, como pedía quienes auspiciaban la colecta, y en algunas naves ni siquiera un solo miembro de la tripulación permitió tal deducción.

En 1953, tras los actos de violencia de abril que culminaron con el incendio del Jockey Club y otros edificios por parte de partidarios peronistas, la conspiración naval adquirió nueva vida. Un grupo de oficiales elaboró un plan para capturar al presidente en julio, en ocasión de su visita a la nave insigna de la flota durante las ceremonias del Día de la Independencia, levar anclas y proclamar una revolución. Este plan temerario, que fue analizado con el general Lonardi y con oficiales de la Fuerza Aérea, al fin se abandonó por falta de apoyo. Pero revela que en 1953 había un estado incipiente de subversión entre los oficiales de un servicio que antes sólo había desempeñado un papel secundario en la política argentina.

Este estado de ánimo, durante 1954, hizo que los oficiales de la base naval de Puerto Belgrano concibieran el plan de desarrollar y poner a prueba la estrategia para un futuro levantamiento. En él se asignaba un papel fundamental a la Marina, aunque con apoyo del Ejército y la Fuerza Aérea. La base de Puerto Belgrano debía ser lo bastante fuerte para sostener contraataques, hasta tanto la flota de mar pudiera bloquear el Río de la Plata y debilitar la decisión del gobierno de resistir mediante el bombardeo naval de puntos costeros estratégicos. En el transcurso del año, con el consentimiento de un superior que no sospechó nada, el oficial a cargo de la defensa de la base trabajó para mejorar su capacidad defensiva. Se elaboraron planes concretos de defensa que implicaban el despliegue de unidades marítimas, la aviación naval y el personal de la base. Hacia fines del año, el ejercicio de entrenamiento de 48 horas denominado " Alcázar " probó las defensas de la base contra ataques simulados desde tierra, mar y aire. Como el jefe de defensa de la base lo recordó después, se hizo todo lo posible a fin de preparar a la base para una revolución, sin revelar ese objetivo final.

A principios de 1955, en una atmósfera de creciente tensión política, un grupo de capitanes de fragata y capitanes de corbeta estacionados cerca de Buenos Aires, más dos capitanes de la Fuerza Aérea, iniciaron un nuevo esfuerzo para derrocar a Perón. Su designio inmediato fue encontrar un oficial naval superior dispuesto a encabezar el movimiento revolucionario. Al no poder comprobar el menor interés entre los almirantes en servicio activo, al fin encontraron a su cabecilla en un oficial de la Infantería de Marina, el contralmirante Samuel Toranzo Calderón.

A pesar de su rango, Toranzo Calderón no era el típico oficial naval. No se había graduado en la Escuela Naval pues había comenzado su carrera en el Ejército antes de ser trasladado, en la década de 1930, al cuerpo de Infantería de Marina. Además, a diferencia de la mayoría de los oficiales navales, había sido uno de los primeros simpatizantes de Perón y aún mantenía buena parte de su entusiasmo por sus programas sociales si bien ya estaba totalmente alejado del hombre. Tratándose de un oficial con la mentalidad de Toranzo Calderón, el hecho de encabezar un movimiento revolucionario basado esencialmente en la Marina revela en cierto modo el carácter contradictorio del movimiento mismo, así como la resolución de hombres con diferentes puntos de vista a unirse en la causa común de derrocar a Perón.

Resuelta la designación de su jefe, el próximo paso de los conspiradores era buscar apoyo en el Ejército. De acuerdo con el entonces capitán de fragata Antonio Rivolta, revisaron la lista de los oficiales retirados y se pusieron en contacto con el general (R) Eduardo Lonardi, sólo para recibir la respuesta de que el movimiento era prematuro. El propio Toranzo Calderón se puso en contacto con el general Aramburu, quien estaba de acuerdo con la necesidad de actuar, pero como director de Sanidad del Ejército no tenía tropas a su mando. Fue después de esta entrevista cuando surgió el nombre del general Bengoa: los informes indicaban que no era adverso al objetivo revolucionario y además tenía mando de tropas, aunque en Entre Ríos, demasiado lejos de Buenos Aires. Por intermedio de un amigo común, el conocido nacionalista Luis María de Pablo Pardo, se establecieron los contactos entre Toranzo Calderón y Bengoa, y se hicieron los arreglos para un encuentro personal en Buenos Aires. La conversación resultante, que se desarrolló el 23 de abril en un automóvil, condujo a un acuerdo: Bengoa debía seguir actuando como hasta ese momento, sondeando a otros generales, aunque con gran cautela, dada la estrecha vigilancia que el gobierno mantenía a través de sus servicios de informaciones, y los dos volverían a reunirse al cabo de dos o tres meses.

A los esfuerzos para reunir suficiente apoyo militar se sumaba la tarea de definir la naturaleza y el carácter del futuro gobierno, en caso de que la revolución triunfara. Los conspiradores estaban en contacto con sectores muy diversos de las fuerzas políticas civiles, desde los nacionalistas católicos, en un extremo, hasta los socialistas, en el otro; pero salvo el derrocamiento de Perón, no parecía haber acuerdo en cuanto al programa específico que se seguiría. Todo lo que se sabía era que el jefe militar de la revolución encabezaría un régimen cívico - militar y que gobernaría con una junta civil integrada por Miguel Angel Zavala Ortiz, Radical, Adolfo Vicchi, Conservador, y Américo Ghioldi, Socialista.

Los tres eran antiguos opositores de Perón, habían tomado parte en otras conspiraciones y habían estado en la cárcel o el exilio por sus actividades. Pero debe señalarse que sólo tenían vinculación con los grupos que habían dominado sus respectivos partidos antes de 1945 y apenas tenían relación con las nuevas fuerzas surgidas en los últimos años. En el triunvirato no había ninguna figura identificada con los nacientes grupos políticos católicos, y el propio representante del partido Radical, Zavala Ortiz, provenía del sector unionista, que acababa de perder el control del comité nacional del partido, ahora en manos del sector rival intransigente encabezado por Arturo Frondizi. Una junta cívica así constituida sin duda encontraría problemas para lograr apoyo entre los fragmentados elementos que formaban el universo político no peronista.

Pero quizá fuera más grave el problema del evidente fracaso de los civiles y militares integrantes del régimen sucesorio propuesto, al tratar de definir sus respectivas esferas de autoridad y al tratar de llegar a un acuerdo en cuanto a los modos de acción concretos que debían seguir. Con una figura de tan fuerte voluntad como la de Toranzo Calderón como jefe de Estado, la junta de políticos civiles podía prever una relación tormentosa. Pero eso debió de parecerles poco importante ante la perspectiva de acabar por fin con el gobierno peronista. Además, en la atmósfera de constante vigilancia en que debían moverse los conspiradores, las reuniones frecuentes entre los principales del grupo habrían sido un lujo peligroso. En efecto, Toranzo Calderón sólo tuvo un encuentro personal con Vicchi y Zavala Ortiz, con quienes se entrevistó en un automóvil, y nunca se reunió con Ghioldi, exiliado en Montevideo.

Aunque los conspiradores aún no habían fijado la fecha del golpe y en verdad todavía carecían de fuerza militar suficiente, los hechos creaban un clima de tensión que lindaba con lo explosivo. La controversia suscitada por la campaña anticlerical del gobierno se había trasladado de las salas del Congreso a las calles de Buenos Aires. El sábado 11 de junio hubo una demostración masiva en abierto desafío a las órdenes del gobierno. La ocasión fue el día de Corpus Christi, que debía celebrarse dos días antes, pero se había postergado hasta el sábado para permitir mayor participación. El ministro del Interior, que había autorizado la procesión del día jueves, se negó a permitirla el sábado. Sin embargo, tras los servicios celebrados en la Catedral, frente a la Plaza de Mayo, miles de argentinos, inclusive muchos que no habían estado en una iglesia desde su juventud, se unieron a la marcha multitudinaria que avanzaba hacia el Congreso, agitando sus pañuelos como expresión de solidaridad mutua y como repudio al gobierno.

La reacción no tardó en producirse. El ministro del Interior denunció a los manifestantes por sus acciones ilegales y por una serie de presuntas depredaciones, inclusive haber arrancado las placas que honraban la memoria de Evita en el exterior del edificio del Congreso, haber izado la bandera del Vaticano en dependencias del Congreso y, lo más grave de todo, haber quemado una bandera argentina. Se entregaron a los diarios fotografías del presidente y del ministro del Interior observando con pesar los restos de una bandera supuestamente quemada en las escalinatas del Congreso. Sólo después se enteraría el público de que los verdaderos autores del hecho habían sido policías que cumplían órdenes del ministro del Interior.

Con ese ardid, esperaban marcar a la Iglesia con el estigma de antiargentinidad y creían agitar los sentimientos nacionalistas de sus propios partidarios. Las tensiones llegaron de nuevo a un punto máximo cuando los simpatizantes de Perón atacaron la Catedral, sólo para ser rechazados por sus defensores católicos. Perón apeló a la radio para acusar a los sacerdotes en un discurso dirigido a la nación entera el 13 de junio, y durante una manifestación masiva realizada el 14, con la ostensible intención de desagraviar a la bandera por la supuesta ofensa recibida, advirtió a la Iglesia que si continuaban los disturbios tomaría severas represalias. Ese mismo día, en un discutible ejercicio de autoridad, relevó a dos dignatarios de la Iglesia, los obispos Manuel Tato y Ramón Novoa, y ordenó su expulsión del país.

Exacerbadas las pasiones por los sucesos recientes, es comprensible que Toranzo Calderón y sus compañeros de confabulación desearan dar el golpe lo antes posible. Por desgracia, aún no habían resuelto el problema más serio: contar con la garantía de un suficiente apoyo del Ejército. El 12 de junio, el almirante Toranzo Calderón, acompañado por el nacionalista Pablo Pardo, visitó en secreto al general Bengoa en Paraná para discutir ese problema de la participación del Ejército. Bengoa lo persuadió de que lo mejor sería esperar hasta después de la celebración del Día de la Independencia, en julio; eso daría a Bengoa tiempo suficiente para convencer a otros elementos, sobre todo porque tendría oportunidad de conversar con otros generales en Campo de Mayo durante el asado del 17 de junio, al que él y otros altos oficiales en servicio activo habían sido invitados. Tal invitación le permitiría dejar su comando en Paraná sin despertar sospechas y pasar el lapso entre el 15 y el 19 de junio en la zona de Buenos Aires. Pero para Toranzo Calderón quedó en claro que si resolvía dar el golpe antes de julio, Bengoa lo apoyaría desde Paraná.

El día de la decisión para el movimiento llegó mucho antes de lo que todos esperaban y en circunstancias que redujeron sus posibilidades de éxito. El martes 14 de junio, el almirante Toranzo Calderón supo a través de un contacto del Servicio de Informaciones Navales que el Servicio de Informaciones de Aeronáutica había filmado una película con teleobjetivo en la cual se veía la entrada de su casa y cierto número de personas saliendo de una reunión. Para él fue claro que había sido descubierta su participación en el complot y que su arresto era sólo una cuestión de tiempo: probablemente sería sometido a tortura para que revelara la identidad de los demás conspiradores. En tales circunstancias, Toranzo Calderón tomó la fatal decisión de actuar, antes de esperar que lo detuvieran, y ordenó que la revolución se iniciara el jueves 16 de junio a las diez de la mañana.

El plan general de los revolucionarios incluía un ataque aéreo a la Casa de Gobierno con aviones de la Marina y la Fuerza Aérea, a fin de matar a Perón. Un batallón de Infantería de Marina, con asiento en los muelles, dirigiría un ataque por tierra contra el edificio, con el apoyo de civiles armados, mientras otros grupos de civiles armados coparían las diversas emisoras de radio. El plan preveía que la revuelta contaría a esa altura de los hechos con la ayuda de unidades del Ejército en el litoral, bajo el mando del general Bengoa, de las Escuelas de Artillería y de Aviación en Córdoba, y de la base naval de Puerto Belgrano. Allí, según se esperaba, oficiales revolucionarios tomarían la flota y ordenarían su salida al mar, así como el despliegue de unidades de Infantería de Marina y la aviación naval desde la base principal.

Por desgracia para sus promotores, el momento elegido para la revolución impidió su eficacia. El 16 de junio, el general Bengoa no estaba en su cuartel general de Paraná, sino en su departamento de Buenos Aires, preparándose para asistir al asado del día siguiente. Esa mañana ignoraba que la revolución era inminente y aun cuando lo hubiese sabido, difícilmente hubiera podido regresar a Paraná sin despertar sospechas.

En Puerto Belgrano, donde la decisión de actuar fue recibido sólo dos antes del tiempo fijado, la situación era igualmente poco propicia. Las naves de la flota eran inoperables, con buena parte de su personal bajo licencia; no se habían impartido directivas precisas a los simpatizantes de la revolución y el oficial designado por Toranzo Calderón para hacerse cargo de la flota como comandante era un capitán de la Marina cuyas cualidades profesionales y opiniones políticas eran vistas con recelo por sus camaradas de Arma. La falta de coordinación entre el mando revolucionario en Buenos Aires y las fuerzas en el litoral y Puerto Belgrano redujo el apoyo del movimiento, restringiéndolo a los elementos disponibles en la Capital Federal o cerca de ella.

Los hechos del 16 de junio de 1955 constituyen un cruento capítulo de la historia argentina, ya que armas de guerra, adquiridas con el ostensible propósito de defender a la nación contra un ataque extranjero, fueron empleadas contra los propios argentinos por miembros de sus Fuerzas Armadas y por civiles armados. Las víctimas de ese día, entre muertos y heridos, llegaron a ser casi 1.000; la mayoría fueron civiles sorprendidos por la lluvia de bombas, balas y metralla que cayó sobre la Plaza de Mayo y las calles que van desde ella hacia el edificio del Ministerio de Marina.

Al decidir el bombardeo aéreo de la Casa de Gobierno el mando revolucionario adoptó con deliberación una táctica que tendría cruentas consecuencias. Las fuerzas consistían sobre todo en las unidades aéreas de Punta Indio, los jets de la Fuerza Aérea con asiento en Morón y la Infantería d Marina con asiento en la zona del puerto de Buenos Aires. Tal era la cólera de los enemigos de Perón ante los últimos acontecimientos, tal su ansiedad por ver su caída, que estaban dispuestos a herir y matar a inocentes para lograr ese propósito, y a arriesgar sus propias vidas.

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En casi ninguno de los aspectos el bombardeo del 16 de junio resultó de acuerdo con el plan. No sólo faltó el apoyo de unidades del Ejército en el interior, sino que una densa niebla sobre la Capital impidió que los aviones de la Marina iniciaran su ataque a la 10 de la mañana contra la Casa de Gobierno. Sólo a las 12.30 los primeros aviones, ahora con base en el aeropuerto de Ezeiza, aparecieron sobre la Plaza de Mayo. Para entonces, los grupos civiles que esperaban en las calles adyacentes habían recibido orden de dispersarse. Lo más importante fue que esa demora reveló la existencia del movimiento y Perón, siguiendo el consejo del general Lucero, se había trasladado de la Casa Rosada al Ministerio de Guerra, a una cuadra de distancia. Desde el subsuelo de ese imponente edificio, el presidente pudo seguir el desarrollo de los acontecimientos mientras el general Lucero, a quien había designado para que se hiciera cargo de reprimir el movimiento, enviaba unidades del Ejército en defensa de la Casa de Gobierno y para recuperar zonas tomadas por los rebeldes. Al final de la tarde, a pesar de los reiterados bombardeos y la metralla de los aviones de la Marina y la Fuerza Aérea, todas las bases en manos de los rebeldes habían caído, inclusive el Ministerio de Marina, que había servido como cuartel general de Toranzo Calderón.

Allí, el ministro de Marina, contralmirante Aníbal Oliveri, y el comandante de la Infantería de Marina, vicealmirante Benjamín Gargiulo, a pesar de que no habían tomado parte en la conspiración, se asociaron a la frustada rebelión en un acto de identificación moral que provocaría la destitución y la corte marcial del primero y el suicidio del segundo.

A pesar de su fracaso como operativo militar, el levantamiento del 16 de junio de 1955 produjo una oleada de estupor que barrió con todo el sistema político argentino y afectó al gobierno de Perón, la oposición y las Fuerzas Armadas. La violencia del 16 de junio, debe señalarse, no se redujo a los hombres uniformados. Activistas civiles participaron en ella en ambos bandos, y en verdad fue el peligro de que civiles armados pudieran irrumpir e incendiar el Ministerio de Marina lo que instó al ministro a iniciar su rendición ante las tropas del Ejército. Inclusive después del fin de las hostilidades, elementos civiles, sin que la policía lo impidiera, saquearon y quemaron varias iglesias, entre ellas los edificios históricos de Santo Domingo y San Francisco, además de la Curia Metropolitana. Aunque Perón negó ser responsable de esas depredaciones ( y existen pruebas de que hizo un esfuerzo para impedirlas ), el simple hecho de que ocurrieran contribuyó a deteriorar más su imagen ante los ojos de muchos ciudadanos.

La reacción del gobierno de Perón tras la frustada revuelta fue una serie de movimientos en uno y otro sentido que reflejan su incertidumbre en cuanto a qué actitud asumir. La policía arrestó a muchos ciudadanos, inclusive al diputado Radical Oscar Alende y a otros personajes importantes de la oposición, mientras la mayoría peronista del Congreso se apresuraba a aprobar la legislación necesaria para implantar el estado de sitio en el país. Perón anunció que los complicados en la revuelta recibirían las penas máximas previstas por la ley, lo cual parecía sugerir la pena de muerte. Pero lo cierto es que - con la sola excepción del almirante Gargiulo, que se quitó la vida - ninguno de los conspiradores corrió peligro de muerte y la sentencia más severa fue la impuesta al almirante Toranzo Calderón, condenado a cadena perpetua. Los pilotos de la Marina y la Fuerza Aérea que habían intervenido en los bombardeos habían buscado refugio en el Uruguay y sólo se les dió de baja por su rebelión.

Pero aunque Perón ordenó que los partícipes uniformados del movimiento fueran juzgados por tribunales militares y dispuso que en cada uno de los servicios juntas especiales investigaran el comportamiento de todo el personal militar durante la crisis, los acontecimientos del 16 de junio fueron una advertencia que lo hizo reflexionar sobre la necesidad de introducir cambios fundamentales en su gobierno. Durante una reunión de gabinete, realizada al día siguiente del golpe, según uno de los asistentes llegó a proponer su renuncia. Ninguno de los ministros apoyó la idea, como quizá él lo previera. Lo que surgió de esa reunión fue el aparente consenso en cuanto a que el gabinete en pleno debía ser reemplazado.

Dentro del gabinete, uno de los principales partidarios de la continuidad de Perón en el mando y de necesidad de cambios personales fue el ministro de Ejército, el general Franklin Lucero. Su opinión estaba avalada por el hecho de que había sido quien había logrado personalmente la derrota de los rebeldes y a diferencia de la Marina y la Fuerza Aérea, podía afirmar que ningún miembro del Ejército, fuera general o simple soldado, había tomado parte de la rebelión. La lealtad del Ejército, que Perón había reconocido reiterada y públicamente, era lo que había salvado al gobierno. El general Lucero, sin embargo, no utilizó su posición ventajosa para tratar de imponer el control militar sobre el gobierno; era demasiado leal a Perón para proceder así. Pero trató de influir sobre Perón para que asumiera una actitud conciliadora ante las críticas al régimen. No sólo pidió un cambio total en el gabinete, para lo cual elevó su propia renuncia, sino que recomendó que se disminuyeran las restricciones para el uso de los medios de difusión por parte de los partidos opositores y que se tomaran otras medidas que podían aliviar las tensiones y lograr cierta reordenación.

La influencia de estas propuestas sobre Perón pueden comprobarse en el hecho de que abandonó su táctica de puño fuerte empleada en la primera semana después del golpe. A los pocos días, el 29 de junio, se levantó el estado de sitio y muchos de los que habían sido arrestados en relación con el movimiento quedaron en libertad. Además Perón reemplazó a los miembros más discutidos de su gobierno, inclusive a los ministros del Interior y de Educación, aunque no al gabinete entero, como lo recomendaba Lucero. El director de prensa y propaganda del gobierno, Raúl Apold, presentó su renuncia y lo mismo hizo Eduardo Vuletich, el secretario general de la CGT. Pero tiene importancia mayor el discurso de Perón transmitido por radio el 5 de julio a todo el país, en el cual se comprometió a iniciar una política de pacificación nacional. Eximiendo explícitamente a los partidos políticos de toda responsabilidad en los " hechos criminales del 16 ", invitó a sus dirigentes a un intercambio de ideas para afianzar la paz interna y comenzar una tregua política.

El concepto que Perón tenía del significado de la pacificación y de lo que implicaba para él la nueva orientación de la política pública, quedó establecido en un discurso pronunciado el 15 de julio ante legisladores de su propio partido.

¿ Cuál era el objetivo de Perón al solicitar una tregua política y anunciar su determinación de gobernar como un ejecutivo constitucional ? Evidentemente, esperaba obtener la cooperación de los elementos legalistas dentro del partido Radical y de otros partidos opositores, al tiempo que aislaba y socavaba a aquellos que todavía procuraban derrocarlo. No pudo lograrlo. Estos últimos continuaron elaborando planes para un levantamiento revolucionario, y encontraron nuevos conversos en los servicios militares. Los primeros, aunque intrigados por las promesas del gobierno de garantizar un tratamiento ecuánime para todos los partidos políticos, no podían contentarse sólo con palabras. Es muy probable que recordaran que en su discurso inaugural del 4 de junio, Perón se había proclamado " el presidente de todos los argentinos, de mis amigos y de mis adversarios ", pero sólo para ignorar esta promesa, como él mismo lo reconocía ahora. No bastó que el gobierno aliviara el control sobre las reuniones partidarias en locales cerrados o que permitiera que los dirigentes de la oposición hablaran por radio por primera vez desde 1946. Fueran cuales fuesen las diferencias que los separaban, los representantes de los partidos opositores ahora estaban de acuerdo en que una condición mínima para iniciar un tregua política era el inmediato desmantelamiento de la estructura legal, comenzando por la legislación del estado de guerra interno, que permitía al gobierno operar como un estado policial.

La política de pacificación se estancó y hacia fines de agosto resultó claro que su llamado a una tregua política sólo había servido para dar a los representantes de la oposición nuevas oportunidades para denunciar a su gobierno. Panfletos y rumores para desacreditarlo continuaron circulando; las calles de Buenos Aires fueron una vez más escenario de demostraciones y disturbios y los incidentes violentos, a menudo dirigidos contra los policías, se multiplicaban. En tales circunstancias, no es de sorprenderse que el presidente se viera obligado a tomar un nuevo rumbo.

Ese cambio se inició espectacularmente la mañana del 31 de agosto, cuando el pueblo argentino supo que el presidente había elevado una nota a los dirigentes de las tres ramas del partido Peronista para explicar en detalle las razones por las cuales él debía abandonar su cargo, y para solicitar el permiso para proceder de ese modo. La reacción unánime fue rechazar la propuesta y acompañar a la conducción de la CGT en su decisión de ordenar una inmediata huelga general y convocar a los trabajadores a la Plaza de Mayo, para que permanecieran allí indefinidamente, hasta que Perón retirara la nota. Una gran multitud comenzó a reunirse a partir de las diez de la mañana y permaneció en la Plaza de Mayo hasta la medianoche, cuando el presidente se asomó al balcón de la Casa Rosada y habló.

Si bien el público en general no tuvo conocimiento de la renuncia hasta la mañana del 31 de agosto, y en verdad no fue sino hasta las 10.30 de la mañana cuando el texto completo de la nota de Perón estuvo disponible, los dirigentes de la CGT tuvieron ese texto la noche anterior y habían tomado su decisión de movilizar a sus simpatizantes poco después de la medianoche. Antes de las 2 de la madrugada, mucho antes que la población conociera la propuesta de renuncia, es presumible que en la intimidad del gabinete se supiera que la renuncia no respondía a una intención seria, ya que en esos momentos el jefe de Operaciones Navales, actuando sobre la base de una información digna de fe, telefoneó al comandante del Area Marítima de Puerto Belgrano para informarle que el presidente renunciaría el 31, que el comandante no debía alarmarse, ya que era una maniobra para hacer una demostración de fuerza, y que a mitad de la mañana, cuando la CGT lo pidiera, el personal civil debía recibir asueto. Pero quizá la mejor prueba de la insinceridad de la propuesta de renuncia sea el hecho de que Perón optó por no someterla al Congreso, que tenía autoridad legal para decidir sobre ella, sino que la elevó a funcionarios del movimiento peronista.

El anuncio de Perón, la noche del 31 de agosto, de que retiraría su renuncia, no puede sorprender a nadie. Pero lo que no estaba previsto fue la desafortunada vehemencia en sus expresiones. Al denunciar a sus opositores como criminales que habían rechazado sus ofertas de reconciliación, no sólo proclamó que cualquier violencia por parte de ellos sería reprimida con violencia aun mayor, sino que autorizó a sus partidarios a hacer valer la ley con sus propias manos: " La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos ".

Es difícil comprobar si Perón estaba resuelto desde el principio a pronunciar declaraciones tan inflamadas, o si se dejó llevar por la sensación de poder al ver la multitud. Fueron solamente palabras, palabras que no fueron llevadas a la acción, pero suscitaron una profunda alarma entre sus opositores, a la vez que causaron preocupación entre sus partidarios. En las Fuerzas Armadas, además, sus declaraciones provocaron gran conmoción y dieron nuevas energías a las conspiraciones que ya estaban en camino, las de la Revolución Libertadora.

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Textos cortesía de Carlos Vitola Palermo de Rosario, Santa Fe, República Argentina.


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